En los días festivos, ese pequeño oasis acoge a multitud de paseantes que conversan distraídos y yo me asiento en una roca para seguir la liturgia de las palabras. Con una encina centenaria a mis espaldas y, frente a mí, el sol sumergiéndose entre las montañas, cierro los ojos para respirar mejor la fragante atmósfera del lugar y dejar que la brisa haga posarse la inquietud que me acompaña. Respiro con profundidad, relajo los músculos y tomo papel y bolígrafo para atraer hacia mí la sensibilidad necesaria.
Hace tiempo que no escribo más allá de unas pocas líneas, con las que dejo reposar las ideas que me visitan y sostengo el flujo creativo sin el que no podría mantener el rumbo que me permite avanzar. Ahora, en este lugar del camino, renuevo mis fuerzas y clamo por que mis sentidos vuelvan a abrirse, para que de nuevo me convierta en cubículo de palabras, de historias y sentimientos, para dejarme arrasar por la corriente creativa a la que me debo y por la que existo.
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