viernes, febrero 25, 2011

El buen adiós

No puedo evitarlo, las lágrimas no responden a mis esfuerzos…

Y no es que esté triste, no podría estarlo cuando mi corazón late contento y siento la dirección enfrente. Vosotros sabéis de qué os hablo.

Siempre seréis mis amigos, mis compañeros,

todo lo vivido viaja conmigo, no dudéis de lo que os digo.

Cuando cierro los ojos, sigo saboreando esos momentos,

el fuego en los ojos, las risas cuando nos entregábamos a lo cotidiano,

junto al fuego con los pies cansados y una cerveza en la mano.

Nos mirábamos sin hablar, veíamos en nosotros más allá de la piel.

Nos vimos caer, levantarnos y volver a caer

y no nos importaba porque cada vez estábamos más cerca.

Y por eso es ahora momento de separarnos

porque el camino continúa y nosotros con él.

Es hora de crear, de construir,

de volver a ponernos a prueba.

viernes, febrero 18, 2011

La sonrisa más vieja del mundo

La sonrisa más vieja del mundo vivía encerrada en una casa hecha de mármol.

Hacía tiempo que no le gustaba salir y apenas si miraba a través de las dos pequeñas ventanas que daban al jardín de la casa.

Pasaba el tiempo entregada a reformarla, obsesionada porque todo estuviera perfecto.

El desorden la inquietaba, todo tenía su lugar en aquella casa.

No le gustaba, por ello, recibir visitas inesperadas, todo debía estar perfectamente protocolizado.

Nada de niños, nada de animales, que nada aportaban a la imagen que la sonrisa quería mostrar a sus vecinos.

La sonrisa más vieja del mundo se esforzaba por organizar reuniones, cenas y, cada cierto tiempo se permitía comprar algo nuevo para la casa, algo que mostrar a sus invitados.

La gente del barrio hablaba de lo hermosa que era la sonrisa, siempre bien vestida y eternamente joven. La sonrisa más vieja del mundo podía sentir cómo todos la envidiaban. Ése era su mundo, en aquella casa de mármol, año tras año, hasta que un día, recibió la visita de un extraño inquilino.

Un día, una anciana entró en su casa mal vestida con harapos, con una larga cabellera de color ceniza y la cara surcada de grietas, casi parecía un árbol. ¿Quién es usted y qué hace en mi casa? —preguntó la sonrisa, nerviosa. La anciana, sin decir una sola palabra, con la sola mirada y una mano apuntando como si de una raíz se tratara, le hizo ver que no estaba sola en su casa.

A partir de ese momento y, por mucho que lo intentara, la sonrisa más vieja del mundo no podía dejar de ver aquella presencia en todas las estancias de su hermosa casa.

La sonrisa lo intentó todo. Acudió a todo tipo de médicos que la escucharon, le hicieron todo tipo de pruebas y al final, nada. No sabían qué le pasaba. Pero la sonrisa sabía que la enfermedad estaba allí y que debía echarla de su casa. Ésa era su nueva obsesión, hasta que el último médico, el más joven de los que la habían visitado, ante los gritos de la sonrisa diciéndole que los médicos no sabían nada, respiró hondo y, mirándola a los ojos, le dijo, La enfermedad que usted tiene en casa señora, no es buena compañera, me temo que no se marchará— El médico se despidió y la sonrisa más vieja del mundo lloró y lloró.

Pensó en quitarse la vida, en renunciar a todo pero, con el paso de los días, la sonrisa comenzó a sentir un impulso extraño. De su dolor de aquellos días, con su vida viniéndose abajo, comenzó a sentir unos deseos de vivir que le recordaban a otros tiempos, muy lejanos. Empezó a dejar de organizar fiestas, a despreocuparse del orden de la casa y, en cambio, cada vez le atraía más mirar a través de las ventanas de su casa. Mirar el jardín, los árboles, le producía una dicha mucho mayor que todos los muebles carísimos y sofisticados aparatos que adornaban su casa.

Después empezó a preguntarse qué había más allá del jardín, hacía mucho que no salía a la calle. El mundo exterior era ahora un universo distante.

Una mañana, después de un sueño extraño en que se le apareció la anciana, se decidió a dejar la casa, convencida de que no viviría allí con la enfermedad. Cogió algunas cosas, las metió en una mochila y salió al mundo.

Sintió el suelo bajo sus pies, sus músculos responder al camino y, con cada paso, su corazón se fue llenando de una alegría que la sonrisa más vieja del mundo había perdido hacía mucho.

La enfermedad la siguió, cada día más nerviosa, diciéndole que volviera a casa, que allí estaría segura. La asaetaba con mil peligros posibles, con mil tipos de derrotas. Pero la sonrisa se dejó llevar por la incipiente alegría que sentía y no se volvió atrás.

Primero la gente del barrio, y después todo el mundo, pudieron ver a la sonrisa bajo el cielo. La miraban y veían en ella aquel rostro joven, de piel suave que conocían, pero se daban cuenta de que algo había cambiado. La miraban y no sabían qué era, hasta que la sonrisa se sorprendía ante algo, un tipo de árbol, una nube o un insecto, y entonces reía.

Entonces, aquel rostro se transformaba. Se llenaba de arrugas, de surcos, casi parecía la corteza de un árbol. La sonrisa más vieja del mundo brillaba con su verdadero rostro, un rostro antiguo, dotado de la belleza que sólo poseen las cosas verdaderas de este mundo.

Y así fue como la gente, en la calle, se encontraba con la sonrisa más vieja del mundo en su día a día y, por un momento, aunque solo fuera un instante, miraban a su alrededor preguntándose dónde estaba la dicha que la sonrisa veía tan cerca de ellos, y por ese instante, aunque solo fuera un momento efímero, se encontraban más cerca del misterio que se esconde en las cosas más pequeñas.

jueves, febrero 17, 2011

El camino de las palabras

viernes, febrero 11, 2011

El fotógrafo

Me duelen los ojos, de puro escozor me rabian, y aunque lo he intentado, no puedo hacer nada.

Los cierro para no mirar, los cierro y es como si una parte de mí se apagara.

Los siento palpitar, los siento agotados. Su latido atraviesa mi cerebro y todo yo me siento gastado.

Poso mi atención en ellos y la tensión, poco a poco, se relaja. Inspiro y, al soltar el aire, el dolor amaina. Un momento y otro y empiezan a brotar las lágrimas. Lloran mis ojos pero soy todo yo quien se derrama.

En ese instante íntimo, les doy las gracias.

Al día siguiente vuelvo a salir al mundo cual fotógrafo con su vieja cámara. Siempre con la misma. Siempre buscando fotos. Miro a la realidad acechando diferentes ángulos, matices extraños. No huyo de la lluvia ni me escondo al atardecer. Cualquier momento puede ser mágico. Y de este modo, mi retina se va colmando. Más tarde, cuando vuelva a cerrar los ojos, agotado, y rinda mi deuda a la oscuridad, me sentaré contento a observar, en el lienzo negro, hermosos retratos.

martes, febrero 01, 2011

Los caminos perdidos 2ª novela

Era un chiquillo pero, mientras escribo, me acuerdo como si lo estuviera viviendo. Se quejaban las ametralladoras desde el cercano Término y mi madre tomaba entre sus brazos a la pequeñas; Francisca, con apenas un año, y Dolores, de tan solo dos y medio. Yo, que tenía seis, cogía de la mano a mi hermano Antonio, de cuatro, y los cinco corríamos atropellados hacia los Huertos, yo con el miedo a que nos alcanzara el fuego por un lado y, por otro, de acercarnos al hogar de los fantasmas. Permanecíamos agazapados entre la niebla durante horas, hasta que el estruendo amainaba y regresábamos cuesta arriba, hasta nuestra casa, con el temor aún metido en los huesos. ¡Cómo olvidarme de aquello! Mi madre rezando, cogiéndonos de la mano a mi hermano Antonio y a mí; y, después, ¡enseñándonos canciones y haciéndonos algún plato especial por lo bien que nos habíamos portado!

Una tarde, algunas mujeres del pueblo llegaron plañideras hasta nuestra casa. Al salir al exterior, el día se había vuelto oscuro y tenebroso, y el horizonte destilaba un color rojo intenso. Formaron un grupo y comenzaron a rezar porque, según decían, se trataba de un mensaje del Señor, enfadado con las gentes. El rojo del cielo, decían, era la sangre de los muertos de la guerra...

Fragmento de mi segundo libro, Los caminos perdidos, que será publicado en Bubok en muy poco tiempo

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.